En ENADE (Encuentro Bacional de la Empresa) de noviembre de 2014, el intelectual, empresario, escritor y diplomático chileno advirtió que algo andaba muy mal en Chile. A contunuación la biografía de Roberto Ampuero y la transcripción de su notable y premonitoria presentación.
Autor y periodista chileno, Roberto Ampuero estudió en la Universidad de Chile y fue muy activo políticamente durante su juventud, vinculado a posiciones de izquierda, lo que provocó su exilio tras el golpe de estado de Pinochet en 1973. Tras pasar varios años en la RDA, donde siguió estudiando comenzó a trabajar como traductor y profesor, se alejó progresivamente de sus primeras convicciones políticas y se estableció en la RFA tras pasar un tiempo en Cuba.
Ampuero volvió a Chile en los años 90 y colaboró con diversas revistas culturales, publicando su primera novela en castellano mientras trabajaba en el sector inmobiliario. A partir de ahí comenzó a publicar de manera regular, con especial atención a la novela negra, actividad que continuó en Suecia, donde residió varios años, y en Estados Unidos, donde fue completó su formación académica en la Universidad de Iowa, donde más tarde fue profesor. De vuelta a Chile, Ampuero fue puesto al frente del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile.
En lo literario, Ampuero es conocido por sus novelas de tipo criminal, protagonizadas por el detective Cayetano Brulé, en los que incorpora unas grandes dosis de erotismo. También ha publicado narrativa, ensayo político y semblanzas biográficas.
En lo político Ampuero fue Embajador en México (2011-2012), Ministro de la Cultura (2014) Ministro de Relaciones Exteriores de Chile (2018-2019) y Embajador en España (2019-2021).
"IN THE AIR TONIGHT: LA FACTURA DE LA HISTORIA" (ENADE, Noviembre 2014)
Vaya mi saludo al directorio de Icare, a las autoridades
nacionales y a los asistentes a este prestigioso encuentro nacional. Agradezco la invitación que recibí
para compartir algunas reflexiones personales sobre
el Chile de hoy.
Amigas, amigos: Supongo que muchos de ustedes
recuerdan a un magnífico percusionista británico, dueño de una voz
inconfundible, fundador de la legendaria banda Genesis, Phil Collins.
Phil
Collins compuso numerosas canciones de gran factura, pero en 1979
creó una particularmente notable, que hizo historia: In the Air Tonight.
¿La recuerdan?
La menciono porque estoy convencido de que su letra refleja el
estado anímico por el que atraviesa el país.
Porque Chile, más que “un
paisaje”, como lo define Nicanor Parra, o “una loca geografía”, como lo
describe Benjamín Subercaseaux, es un estado de ánimo.
Sí, a mi juicio
Chile es fundamentalmente un estado de ánimo. Un estado de ánimo
cambiante, desde luego.
Aquellos que conocen la letra de In the Air Tonight, recuerdan que
ella hace alusión a una amenaza que acecha desde los intersticios de
lo desconocido:
“I can feel it coming in the air tonight”, dice Collins. Y
en otro verso, referido a una coyuntura decisiva, agrega “I have been
waiting for this moment, all my life, oh Lord”.
La canción habla también
de resentimientos y ajustes de cuentas:
“Well, if you told me you were
drowning / I would not lend you a hand”, y sugiere la existencia de
personas enigmáticas: “I have seen your face before, my friend / But I
don’t know if you know who I am”.
La canción también hace referencia
a la desconfianza que a menudo corroe sociedades: “But I know the
reason why you keep your silence up / no you don’t fool me”.
Eso dice
esa canción que, a mi juicio, se relaciona con el Chile actual, y que Collins
remata con el estribillo: “I can feel it coming in the air tonight… We can
feel it coming in the air tonight”.
Amigos: creo que todos, tal como Phil Collins en esa estremecedora
composición, todos, sentimos que algo impreciso, nocivo y destructivo
para el país se está incubando en el aire de la noche chilena.
Percibo algo ominoso, como un pájaro de mal agüero, que levita sobre nuestras
cabezas, que proyecta sombras, y nos separa y divide. Se trata de algo
que asfixia nuestra capacidad de diálogo y entendimiento nacional, y nos
arrastra a un inquietante vendaval de descalificaciones, al lenguaje soez,
la tensión, la soberbia, la intolerancia y el resentimiento.
Quiero decirlo con claridad: no me gusta nada y me inquieta mucho
este incipiente clima de odios que comienza a envolver a Chile. No olvidemos que los chilenos tenemos la mecha corta para discutir y que el
país carece de la quilla profunda que garantiza estabilidad en medio de
la tormenta.
Contamos con un agravante: muchos ya conocimos, hace
más de cuatro décadas, una etapa semejante, un crepúsculo que comenzó
de forma imperceptible como ahora, y desembocó en la pesada noche
de una tragedia nacional y, posteriormente, en un extenuante proceso
de reconciliación nacional, aun inconcluso, una tragedia cuyas heridas
aún no cicatrizan y que algunos –apoltronados en el cálculo político
mezquino- se empeñan en reabrir y exponer.
Lo digo derechamente: el clima de crispación, polarización y violencia
verbal que vivimos hoy nos impide ver el presente y soñar un futuro conjunto con nitidez y de modo objetivo, y se asemeja en exceso a un déjà
vu para mi generación.
Sí, amigas y amigos, esto de vivir bajo un gobierno
elegido democráticamente que se plantea reformular estructuralmente
el país yo ya lo viví cuando tenía 18 años. Algo así ya lo experimenté
en mi juventud.
Yo ya viví un proceso parecido: vertiginoso, irreversible,
efervescente, con banderas y consignas al viento, donde una minoría
aspiró a construir un Chile nuevo en nombre del “pueblo” y a partir de
un programa de 80 medidas sacrosantas, que constituían una suerte
de verdad revelada.
Al cabo de un tiempo, el proceso se escapó de las manos de líderes
“
experimentados", nutrió pasiones fratricidas, contagió de ideología todas
las esferas de la vida nacional y nos convirtió en un país donde ya ni nos
pudimos reconocer como conciudadanos.
La economía cayó en picada,
la inflación galopó, creció el desempleo, se agudizaron las tensiones
sociales, triunfó el caos, y Chile se volvió un trompo cucarro.
El resto, es
historia conocida.
Amigos: quiero reiterar con claridad: a los 60 no estoy disponible para
algo que se me parece mucho a los comienzos del naufragio nacional
que sufrí a los 20.
Y no estar disponible significa que me opongo a
esta política refundacional, que ya vi cuándo y cómo se inició, pero que
nadie sabe cuándo y cómo termina.
Me resulta riesgosa la obsesión de
políticos que gobernaron y celebraron a Chile entre 1990 y 2010; pero
que hoy ambicionan establecer un punto cero para un nuevo arranque
del país, que se proponen inaugurar una nueva era, que aspiran hallar la
página en blanco donde escribir su gran epopeya personal, la que ignora
los capítulos escritos por generaciones anteriores, incluso los esbozados
con la misma pluma por partidos que hoy conforman el gobierno.
Es
perjudicial que Chile, atormentado por la incertidumbre, la improvisación,
la polarización y un inexplicable sentido de urgencia extrema, traspase
el punto de no retorno con la carga mal estibada y pilotos que, mientras discuten sobre el rumbo, imprimen velocidades diferentes a sus
respectivas turbinas.
La situación es delicada porque ningún país tiene
el futuro asegurado.
Ninguno.
Y esto se los recuerda alguien que no es –o no se siente- muy viejo,
pero que vivió y recorrió países que ya no existen, países que se construyeron inspirados en seductoras teorías que se proponían materializar
ideales de igualdad y justicia en nombre de la historia y una Weltanschauung cuya meta era alcanzar un sueño que devino pesadilla.
Yo viví
o conocí países que ya no existen:
República Democrática Alemana,
Checoslovaquia, Yugoslavia, la Unión Soviética; y conocí ciudades que
cambiaron de nombre: Karl-Marx-Stadt, Wilhelm-Pieck-Stadt-Guben o
Leningrado; yo residí o visité a amigos que vivían en calles, como Strasse
der Befreiung o Georg-Dimitrov-Ring, cuyos nombres barrió la historia; y estudié en una Universidad que hasta 1990 se llamaba Karl-Marx, y
que hoy exhibe otro nombre, diversidad ideológica y libertad de cátedra.
A veces conviene repetir verdades que son de Perogrullo, pues las
tendemos a olvidar: los países –al igual que las personas- no tienen
el futuro asegurado.
El futuro de un país no cuenta con un pasaje de
asiento numerado y un destino cierto, sino que se define día a día por
el modo en que sus habitantes interpretan su pasado, resuelven los
desafíos del presente, trazan la convivencia cotidiana y sueñan un futuro
común.
Recordar eso puede ayudarnos a mostrarnos más prudentes,
moderados, tolerantes, modestos y conciliadores, más generosos a la hora
de renunciar a nuestras metas máximas, puede conducirnos a valorar el
consenso y a no estirar demasiado el elástico nacional.
Conviene recordar que sólo hay un Chile, y es este, en donde estamos todos y contamos todos, y nadie sobra. Conviene recordar que no
llevamos un Chile de repuesto en el maletero de la nación, que nadie
puede creerse dueño de la verdad, que lo crucial es mostrar disposición
a negociar, a rectificar a tiempo y a buscar el dorado punto medio con el
adversario, y que todo eso puede ayudarnos a construir un país mejor,
porque el que tenemos es bueno pero imperfecto y adolece de déficits
que juntos debemos subsanar.
Pero me temo que si olvidamos las circunstancias esenciales de la democracia e insistimos en seguir piloteando
la nave como hasta ahora, ingresaremos en una zona de turbulencias
de efectos impredecibles.
Como país debemos construir sobre lo que otros ya construyeron y
legitimaron.
Urge retornar to the basics: Hay que ser capaz de reconocer
lo bueno que hizo el antecesor, sin importar si comparte o no mis colores
políticos. Nada más pernicioso para un país que el síndrome de Cristóbal Colón: esa convicción de que la historia comienza cuando yo llego.
¿Por qué atravesamos como país estas circunstancias que nos asombran a nosotros y a muchos en el extranjero?
¿Por qué, si hemos hecho
las cosas bastante bien, tuvimos una transición democrática ejemplar,
hemos sido responsables en lo económico y hemos progresado como
pocos en la reducción de la pobreza, y despertamos admiración entre
vecinos?
Hay razones económicas, políticas y sociales para ello, que algunos
reducen a la tensión entre libertad e igualdad, pero no son las únicas.
Debido al escaso tiempo de que dispongo, dirigiré la mirada hacia una
dimensión que se vincula con el ámbito de las ideas, la historia reciente
y la cultura entendida como el clima en que habitamos:
¿Por qué hemos caído en el estado de crispación, polarización y
postración de hoy? ¿Por qué sólo la selección de fútbol, la Teletón y los
terremotos nos unen?
¿Por qué la izquierda, que sufrió hace 25 años una
debacle espantosa con la caída del Muro de Berlín, pasó en Chile tan
rápido a la ofensiva ideológica, y sin embargo las ideas que se identifican
con el mercado y la libertad, que posibilitaron prosperidad y desarrollo
en estos decenios, están hoy a la defensiva?
¿Por qué de pronto tantos políticos anuncian que falta solo un minuto para que estalle el apocalipsis social, y que si no implementamos
los cambios que postulan y no enmendamos el rumbo, nos aguarda
el naufragio nacional?
¿Y por qué vuelven a flotar hoy en Chile tantas
ideas que en otros países duermen desde hace mucho en el baúl de los
recuerdos?
Hay razones económicas y sociales para esto, pero también
cultural-ideológicas, y permítanme reflexionar sobre algunas de estas
últimas.
Abordaré tres:
La primera: como país aún no logramos extraer las lecciones esenciales sobre nuestra historia reciente ni logramos reconstruir ni asumir
esa historia en forma integral y realista.
En este sentido cabe preguntarse cuál fue la conclusión central que
nos dejó el período entre 1970 y 1990. Y al hacerlo, comprobamos que
existe una convicción transversal que proclama el imprescindible “¡Nunca
más!” a la violación de derechos humanos en el país.
Lo consideramos
justo y esencial para que no se repita una dictadura ni se violen aquí los derechos humanos. Esa convicción, mayoritaria, inspira hoy hasta la
“
formación de los jóvenes".
El año pasado, con motivo del 40 aniversario del derrocamiento
de Salvador Allende, recalcaron esta convicción mesas redondas, ensayos, films, documentales, telenovelas, discursos políticos, en fin, un
entramado complejo, estructurado principalmente por la izquierda, que
permitió consolidar la convicción de que nunca más debe ocurrir algo así
en Chile.
Pocos justifican hoy las acciones de la dictadura en el campo
de los derechos humanos. Justificarlas tiene a estas alturas un precio
elevado para cualquier político. Esto contribuye a crear un piso político,
ideológico y ético mínimo, y compartido en el país.
Sin embargo, a mi juicio, esta es sólo una parte de la lección que
debemos extraer de la historia.
La parte que olvidamos es precisamente
la que hoy nos pasa la cuenta como sociedad. Porque si usted no asume
la historia, ella regresa y lo asalta en un recodo del camino y le pasa la
factura como individuo o como país.
Me explico: si bien nos concentramos en el “nunca más” en materia de derechos humanos, olvidamos
algo igualmente esencial y que fue una de las causas que posibilitó la
noche oscura en el Chile de los setenta: el clima de odios, polarización,
división y peligro de guerra civil que campeó aquí entre 1970 y 1973 debido a un gobierno que se propuso imponer cambios revolucionarios,
avanzar sin transar por un supuesto “mandato popular”, y cuyo objetivo
era erigir un “socialismo con sabor a empanadas y vino tinto”, en pocas
palabras: debido a un gobierno que, armado de un programa de fuerte
contenido social e ideológico, añoraba refundar el país.
Amigas y amigos: esto es una historia de hace 40 años, pero una
historia vigente.
Como no la asumimos en profundidad y tampoco la
relatamos a las nuevas generaciones, nos pasa hoy la cuenta: rescatamos
el imprescindible “nunca más” a la violación de derechos humanos en
Chile, pero ignoramos algo también esencial: el “nunca más” a quienes
desprecian y asfixian el debate democrático, apuestan por polarizar,
descalifican a los que piensan diferente, dividen entre buenos y malos
chilenos, y hacen de su utopía una meta obligatoria para todo el país.
Hoy queda claro: en democracia hay que cuidar los estilos, promover
el debate fundamentado y respetuoso, rechazar las visiones mesiánicas
y redentoras.
Hay que rechazar a los iluminados por la historia, a quienes portan bajo el brazo la panacea para todos los males, o programas
gubernamentales sacrosantos, que devienen dogmas salpicados de
intolerancia. Hay que condenar a quienes recurren a la descalificación en
la discusión política, practican con soberbia el autoritarismo ideológico y
enarbolan una supuesta superioridad moral, que perdieron hace tiempo.
En suma: creo que no aprendimos como nación una lección clave: A la
libertad y la democracia, antes de liquidarlas con medidas políticas, se
las liquida con palabras.
Segunda razón cultural-ideológica: En rigor, tanto la relativa popularidad
en Chile de modelos políticos fracasados como la idealización del estado
constituyen un fenómeno que asombra por su carácter refractario al paso
del tiempo.
En Chile resurgen hoy una visión estatista de la sociedad, la
fe en que el estado es eficiente, empático, sensible, versátil y capaz de
superar en todo -desde la planificación y el suministro de servicios hasta
la producción- a los privados, sean estos pequeños, medianos o grandes.
Esta percepción crítica de los privados también se debe a las insuficiencias
sociales del “modelo”, pero se vincula igualmente con un acontecimiento
de hace 25 años, y del cual aún no tenemos plena conciencia como nación.
El futuro de un país no
cuenta con un pasaje de
asiento numerado y un
destino cierto, sino que
se define día a día por el
modo en que sus habitantes
interpretan su pasado,
resuelven los desafíos
del presente, trazan la
convivencia cotidiana y
sueñan un futuro común.
Invito a pensar en lo siguiente:
¿Por qué en Chile algunos partidos
de izquierda pueden felicitar, sin pagar costo político alguno, a la criminal monarquía comunista de Corea del Norte, o solidarizar con los
hermanos Castro en sus 55 años en el poder, o simplemente guardar
silencio, amparándose en la gratitud, frente a los regímenes comunistas
derribados en 1989 por sus ciudadanos?
Todo esto, que en países serios es políticamente impresentable,
es posible hoy en Chile.
¿La causa? Está en el pasado: aquí no analizamos como país el significado profundo del fin del comunismo
europeo en 1989.
Ese año estuvimos concentrados en un proceso
democratizador paralelo: nuestro regreso a la democracia. Por eso se
... como país aún no logramos
extraer las lecciones
esenciales sobre nuestra
historia reciente ni
logramos reconstruir ni
asumir esa historia en forma
integral y realista.
produjo un lamentable déficit en el examen del tránsito de dictaduras
comunistas a sociedades libres.
¿No es acaso llamativo? Logramos
la condena transversal a la violación de derechos humanos en Chile,
pero al mismo tiempo no causa ruido expresar nostalgia, gratitud o
conmiseración en relación con los totalitarismos de Moscú, Praga o
Berlín Este, ni escandaliza manifestar simpatías por el régimen de los
Castro o la dinastía gobernante de Corea del Norte.
Estamos pagando la cuenta por tareas que no se hicieron en su
momento en el ámbito de las ideas.
No había en Chile en 1989 capacidad ideológica para digerir y celebrar en paralelo con el regreso de
Chile a la democracia, la gigantesca epopeya de libertad de los pueblos
que derribaron el comunismo.
Pero no se trató sólo de que no hubiera espacio para abordar ambos escenarios democratizadores: tampoco se
articularon fuerzas intelectuales suficientes para proponer una reflexión
nacional profunda sobre el fracaso del comunismo a escala planetaria.
Se dio así un déficit cultural que perdura hasta hoy. Por eso en muchos
países estos modelos están en el tacho de la historia, pero en Chile siguen
siendo vistos como alternativas inspiradoras que sucumbieron por algunos
“errores” de dirección.
Mientras en el mundo reina la convicción de que
esos regímenes eran inviables política, económica, ética y culturalmente,
en Chile sectores de izquierda aún escarban con la pala de la nostalgia
entre las ruinas de esos modelos y buscan fragmentos para el mosaico
de su estropeada utopía.
Y llegamos a la tercera razón de tipo cultural-ideológica: esta tiene
que ver con el presente y el futuro: Las circunstancias actuales de Chile
se deben no sólo a factores económicos y sociales, que dicen relación
con la integración social, el empoderamiento ciudadano y el país que
queremos construir, sino también a factores culturales.
Es decir, estamos hoy como estamos porque las personas que discrepan de la visión
estatista o estatizante de la sociedad no han hecho las tareas en el
ámbito de las ideas.
No se han preocupado de contribuir a la difusión de las ideas que las
representan.
No las hacen circular ni las proyectan y, cuando las defienden,
lo hacen a media voz, convencidas de que ese ámbito pertenece a la izquierda.
Al mismo tiempo estiman que su ámbito es el de los negocios, las leyes o la administración. Me refiero con esto a conservadores,
derechistas, centristas, liberales y demócrata cristianos.
A diferencia de
quienes creen en una sociedad organizada en torno a un estado fuerte
o monopólico, las personas que piensan diferente poco se preocupan
de la batalla de las ideas. Piensan que lo suyo son los números, y lo de
la izquierda las ideas.
Estas personas creen además que el crecimiento y el desarrollo, la
prosperidad alcanzada por Chile en los últimos decenios y los avances
en la lucha contra la pobreza deben concitar por si solos respaldo abrumador de la ciudadanía.
Tengo pésimas noticias para ellos: nadie sale a
marchar para celebrar una baja en el desempleo, la compra de su primera
vivienda o su primer auto nuevo, o las primeras vacaciones en el Caribe o
el ingreso a la universidad como primera generación.
Nadie sale a bailar
a la Plaza Italia por estos resultados. Esto no es el fútbol. En la sociedad
democrática, las personas saben que eso lo obtuvieron gracias al esfuerzo
propio, y ambicionan más porque así es el ser humano, y es bueno que
así sea, y porque las demandas satisfechas crean nuevas demandas y
necesidades, más complejas y sofisticadas, nunca conformismo.
Es así de simple: No se han hecho las tareas en la batalla de las ideas.
El adversario, en cambio, inspirado en Antonio Gramsci, sí las hace.
A
veces empresarios enfatizan que no tienen predilecciones políticas fijas.
Sin embargo, eso es válido en etapas de desarrollo normal, cuando se
les reconoce a los empresarios, emprendedores e innovadores su aporte y relevancia social, y se les critica exigiéndoles que contribuyan de
mejor modo al país.
Pero hoy atravesamos circunstancias especiales: el
oficialismo considera al empresariado un mal prescindible en caso de
contar con un estado fuerte que pueda sustituirlo.
Bajo esa convicción,
los ataques al empresariado no están dirigidos contra su gestión técnico-gremial sino contra su capital simbólico, su papel, su sentido y su
posición en la sociedad.
¿Qué significa en este contexto hacer las tareas en el ámbito de
las ideas?
Varias cosas: Implica reconocer que la legítima batalla de las
ideas tiene lugar a diario en toda sociedad y que uno, si cree en sus ideas, debe estudiarlas y contribuir a su difusión. Implica convencerse que el
ámbito de las ideas no es coto reservado de la izquierda. Implica admitir
que quienes creen en el estado como palanca crucial de desarrollo, se
dedican con profesionalismo y convicción a su causa redentora, y que en
ese sentido educan a sus líderes, actúan en la educación, los medios, las
universidades y centros de investigación, influyen en la sociedad y tratan
de instalar sus ideas como sentido común.
Gramsci lo decía: tus ideas
han triunfado cuando son interpretadas como “el sentido común” de
la sociedad.
Esto implica recoger el guante y dar la batalla enarbolando
las ideas de libertad, libre mercado, emprendimiento y de una sociedad
próspera, socialmente sensible e integradora. Implica conocer a los arquitectos de la prolongada y rica tradición cultural de libertad individual,
democracia, emprendimiento e innovación a la que pertenecemos.
De
lo contrario, quienes nos oponemos a la visión estatista de la sociedad
remaremos en Chile siempre en un océano de eterno oleaje adverso.
Por último, deseo traer a colación un ejemplo que demuestra que el
país aún no asume el respeto a los derechos humanos con mirada global.
Me refiero a la conmemoración mundial, el 9 de este mes, de los 25 años
de la caída del Muro de Berlín, símbolo del fin del socialismo europeo.
Es un tema también chileno por dos motivos: uno, porque la razón que
nos llevó a la gran división de 1973 fue precisamente el proyecto de
conducir al país por “la vía chilena al socialismo”, y dos: porque muchos
chilenos vivimos el exilio detrás del Muro aunque nadie hable de ello
pues hemos devenido –por intereses políticos- una parte silenciada y
por ello desconocida de nuestra historia.
El déficit democrático de la izquierda chilena quedó de manifiesto
en la actual conmemoración: los dirigentes de partidos oficialistas, que
el 2013 condenaron con razón la violación de derechos humanos en
Chile, congratularon a la dictadura de Corea del Norte o estrecharon con
emoción las manos de los Castro, guardaron riguroso silencio sobre la
sistemática violación de derechos humanos en la extinta rda.
Me interpreta en esta materia lo planteado este mes por el Presidente alemán,
Joachim Gauck: dijo dudar de la convicción democrática de quienes aún
no logran condenar el totalitarismo que imperó en la RDA.
Quien confió en que la izquierda chilena aprovecharía la celebración
del vigésimo quinto aniversario mundial de la caída del Muro para
distanciarse de esas dictaduras, erró.
Con su silencio la izquierda no
sólo terminó por perder su último hálito de superioridad moral sobre
quienes justifican aquí a Pinochet, sino que reveló que a ella le interesan
los derechos humanos de quienes piensan como ella, y que franjas de
la muerte, represión política y el encierro de millones de personas se
justificaron en la construcción socialista debido a la Guerra Fría.
Con el
lamentable doble estándar en materia de derechos humanos y el silencio ante la conmemoración de la libertad, temo que el debate democrático
en Chile retrocedió 40 años.
Honestamente: yo creí que la Presidenta de la República, quien sufrió bajo la dictadura chilena tortura y cárcel política, según sus propias
palabras, aprovecharía su reciente visita a Alemania para condenar la
dictadura alemana bajo la que también vivió, y propondría a su sector
un giro copernicano en esa materia.
No fue así.
Creo que la Presidenta
desperdició en Berlín una oportunidad de oro.
Al ser consultada sobre la RDA, sólo tuvo expresiones de gratitud por los beneficios que allá le fueron
concedidos. Respondió como un particular legítimamente agradecido por
la solidaridad allá obtenida, sin precisar –como presidenta de Chile- que esa gratitud la dirigía a un estado-partido totalitario que fue barrido de la
faz de la Tierra por su propio pueblo.
Esta reducción del juicio sobre la RDA a una cuestión de gratitud por
favores concedidos, perjudica la cultura democrática en Chile y permite
que cualquiera justifique a partir de ahora cualquier dictadura por los
beneficios que esta le haya otorgado.
Esa actitud constituyó además una
severa falta de delicadeza hacia los máximos representantes de Alemania:
la Canciller Federal Angela Merkel sufrió en la rda la discriminación del
estado ateo por ser evangélica, y el Presidente Federal, Joachim Gauck, a quien, en 1951 la stasi le secuestró al padre para lo condenarlo a 50 años
de trabajos forzados en Siberia, fue un decidido adversario del totalitarismo de Honecker.
En sus memorias, Gauck cuenta que cuando su padre fue secuestrado
por la stasi, en 1951, era un hombre fuerte, y que cuando volvió, en 1955
(sólo gracias a la amnistía decretada por la muerte de Stalin), su padre
era un anciano de cabellera blanca, mirada perdida y sin dientes.
Uno se pregunta por qué motivo ético, ante destinos semejantes, alguien puede
solidarizar en un caso con las víctimas y en otra con los victimarios.
Estimo que urge contar con una política de estado que establezca
que los presidentes de Chile deben rechazar con claridad dictaduras de
cualquier color, y subrayar que nada puede justificarlas.
Esto debería
convertirse en política de estado lo antes posible por el bien de nuestro debate democrático, la formación de las nuevas generaciones y el
prestigio de Chile.
Queridas amigas y queridos amigos, muchos chilenos sentimos
una amenaza in the air tonight.
Ojalá Chile recupere la fórmula
que lo hizo ejemplar en el continente: madurez y estabilidad política,
acuerdos transversales mediante el diálogo, y proyección del futuro a
través del consenso.
Debemos recuperar la cultura de la convivencia
democrática y aprender a vivir nuestra unidad en la diversidad.
Es
hora de recomponer las confianzas rotas, y tal vez de ese modo nos
lleguen pronto las anheladas buenas nuevas surcando… the air tonight.
¡Muchas gracias!
Roberto Ampuero